Una de las grandes guerras en la actualidad es la guerra por la atención. Técnicas sofisticadas se pulen para alcanzar un brillo tal, que aunque quisieras, no podrías apartar la mirada.

Me disculpo entonces por el título, porque en realidad no creo en la inteligencia artificial ni en el fin del mundo, no al menos en su forma publicitaria.

Desde la Antigüedad la tragedia siempre vendió y ha sido instrumento de catarsis. Un regalo de los dioses para combatir lo mundano en batallas donde cada generación cree ser la última.

Si nada acaba entonces ¿para qué me molesto?

¿Catarsis?

Sólo debes decir que este es realmente el fin, para luego casi al terminar la historia incorporar un deux ex machina que los salve a todos. Mejor aún si durante el relato logras venderles algo.

La verdad es que estoy aburrido, por eso escribo.

Aburrido de escuchar siempre la misma historia, el bien y el mal, luz, oscuridad.

El verdadero fin es silencioso. Es un parásito con el cual se convive día a día. Una sombra que se alarga lentamente, una degradación persistente y monótona del presente.

Así como el vasto mar de conocimiento disponible en internet no nos hizo más sabios, la inteligencia artificial tampoco nos llevará de vuelta al Edén y más probablemente termine por acrecentar las brechas socioeconómicas. Ciertamente más tontos, distraídos, aislados, lejos del aquí y el ahora. Teniendo sexo sin intimar, dominando la generación de texto sin textura. Convirtiéndose poco a poco en el espejo donde se refleja nuestro vacío.

Los datos y algoritmos buscan personalizar eficientemente nuestra experiencia del mundo, pero para lo que verdaderamente sirven es para dominarla. Y así lo real se nos escapa y el vacío nunca se llena, porque para cambiar, para realmente transformar algo es necesario ver lo imposible con nuestros propios ojos.